¿Y las malas palabras?[1]
Érase un tiempo cuando no existían las malas
palabras. Todas eran buenas. O todas malas. Que da lo mismo. Porque no existían
dos vocabularios para nombrar las mismas cosas. En aquel tiempo todo el mundo
hablaba en vulgar, porque todo el mundo era vulgo[2].
Cuando comienza a dividirse la sociedad,
comienza a dividirse también la lengua. El grupo dominante toma prestadas
palabras de otros idiomas o de las ciencias. Y así se va distinguiendo del
pueblo trabajador. Su manera de hablar se convierte en el idioma correcto y
aceptado. El pueblo sigue hablando como siempre. Pero, según las nuevas normas,
esto ya no es decente. Y así llegó un momento en que el pueblo seguía hablando
de cagar y joder. La élite, ya no. Ella hacía del vientre y tenía relaciones sexuales.
Y de refilón, quedaba horrorizada cuando escuchaba cómo lo decía la chusma. En nuestra cultura occidental hubo otro
elemento que complicó el asunto. La filosofía griega —el maniqueísmo— dividía
la persona humana en dos partes: el alma y el cuerpo. El alma era de arriba, espiritual
y limpia. El cuerpo era de abajo, material y sucio. Por supuesto, las partes
más bajas del cuerpo, las menos
controladas por el espíritu, caían en desgracia. Eran las partes menos honrosas
que no debían ser vistas ni mencionadas. Aquella filosofía griega contaminó el
cristianismo europeo.
Éste se hizo todavía más
oscuro en la España medieval. De aquella España nos llegó luego ese cristianismo
adulterado, con sus miedos y prejuicios y con su moral puritana.
El caso llegó a tal extremo que,
todavía a comienzos del siglo XX, ni siquiera se podía hablar de los calzones
ni de los sostenes. Y la palabra muslo se consideraba vulgar en algunos
ambientes europeos. Claro, lo único que se veía del cuerpo en aquellos tiempos
era la cara y las manos. Y hasta éstas
se cubrían con guantes y velo. Ni siquiera los tobillos podían tomar el sol.
En realidad, las malas
palabras no constituyen un problema moral, ni siquiera de buenos o malos modales.
Lo que hay en el fondo son las clases sociales. Quizás podamos encontrar esa
raíz social en algunos de los términos
que usamos para calificar las buenas y malas palabras. Por ejemplo, cortesía viene de corte. Era la manera de ser de los
que formaban la corte del rey o del noble: los cortesanos, los caballeros (los que montaban a caballo).
Ellos eran corteses. Los demás, los siervos, los que andaban montados en burro,
por supuesto que no.
Urbanidad es la manera de ser
de la urbe, de la ciudad. Se suponía que en la ciudad vivía la gente más
civilizada. Civilizado significa hecho al modo de la ciudad. En ese sentido, al
campo le faltaba la urbanidad y la civilización. El campo se llamaba la villa o
el pago. Allí vivían los villanos (salteadores) o los paganos (que no creían en
Dios).
Vulgaridad es otra palabra
cargada. El vulgo era el pueblo trabajador en la antigua Roma. Entonces, vulgar
era lo mismo que popular. Lo mismo pasa con grosero, que originalmente quería
decir grueso, pesado: lo contrario de fino, delicado. Los pobres hacían los
trabajos pesados o groseros. Y lo que hablaban era grosero también: groserías.
Los ricos podían dedicarse a los trabajos finos, a las artes delicadas, con sus
manos sin callos. Por eso, también hablaban con más finura. En fin, basta la muestra.
Son obvias las diferencias sociales que están en el origen de las llamadas
malas palabras.
Ocurre también que estas malas
palabras varían de un lugar a otro. Lo que es palabra inocente aquí, es
grosería allá. Y el extranjero desprevenido mete la pata a cada rato. En Cuba,
se coge la guagua (se sube al autobús). Mejor no lo digas así en Argentina. En
Panamá, los niños juegan con conchas en la playa. Que no lo hagan en Uruguay.
En Chile, no conviene decir que se pinchó una llanta o que vas a abrir el
camino a pico y pala. No le pidas el pan a una señora en Santa Cruz de la
Sierra. Pídele horneado. En Guatemala, le dicen chucha a una perrita. Y en el
Caribe es el apodo cariñoso del nombre María de Jesús. Pero no lo digas en el
Ecuador. Pendejo quiere decir bobo en todas partes, menos en el Perú, donde es
el mote del vivo. En Dominicana, carajo se ha vuelto palabra de uso cotidiano.
Pero en Bolivia, basta usarla una vez para perder la fama. Y culo, tan familiar
en España, te gana una bofetada en la mayoría de los países latinoamericanos.
Querámoslo o no, las famosas
vulgaridades o groserías están extendidas por todas partes y son más comunes
que las moscas. Y cada vez son más aceptadas, van formando parte del lenguaje
corriente: en el teatro, en las novelas, en el cine y en otros medios de
comunicación.
Y en la radio, ¿cómo tratar
este asunto? Una cosa es saber el origen de las malas palabras y otra cosa es
comenzar a usarlas sin ningún criterio, o sólo porque son de origen popular.
Sin duda, la misma gente que emplea libremente ciertas vulgaridades con los
amigos, se va a ofender cuando las escuche en la radio. Es que las reglas del
buen hablar están metidas en nuestra cabeza y forman parte de nuestro sistema
nervioso. No se trata de escandalizar o de hacernos los malcriados.
¿Significa, entonces, que
jamás podrá oírse una grosería por la radio? Tampoco así. Por supuesto, la
primera regla será la de respetar la sensibilidad de nuestra gente, que varía
de un lugar a otro.
Y varía de un formato a otro
(en un sociodrama se va a permitir mucho más que en un noticiero).
Tomando esto en cuenta,
iremos, poco a poco, abriendo la puerta prohibida y rompiendo el mito de las
malas palabras. Con prudencia y humor, algún día levantaremos la censura de
lengua que los de arriba impusieron al resto de los mortales, para sentirse
superiores y más puros. Algún día, quizás podremos volver a la verdadera pureza
de un lenguaje sencillo y único, sin doblez. Como el lenguaje de la Biblia, que
dice las cosas sin tapujos, y donde el mismo Dios no tiene dificultad en echar
sus buenos hijueputazos a los fariseos de hoy y de siempre.
Extraído de MANUAL URGENTE PARA RADIALISTAS APASIONADOS
De José Ignacio López Vigil
[1] El texto que sigue tiene como autor a Andrés Geerts,
compañero de muchas luchas radiofónicas. Él lo escribió en Quito, en 1988. Se
lo censuraron e incineraron la edición. Las razones de la censura fueron las
demasiadas groserías que empleaba para hablar sobre las groserías. Léanlo y
juzguen si mereció tal prohibición.
[2] Vulgo en latín significa pueblo.
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